10 de febrero de 2021

Antonio Valderrama
2 min readFeb 10, 2021

Ayer por la mañana, muy temprano, vi un gato muerto. Estaba en el arcén de un camino por donde sólo transitan hombres de campo. Era un gato joven, casi por completo adulto, de un hermoso color canela que contrastaba con el verde vivo de la hierba sobre la que reposaba, y con el gris plomo del asfalto herido. Me fijé en sus ojos. Eran dos bolitas vacías y opacas que miraban al cielo preguntándole por qué. Sentí mucha pena pues ese animal majestuoso y ágil, que hasta hacía pocas horas exploraba el mundo fascinado por el misterio de las cosas, ya no era. Fue, pero no será más. Yacía olvidado de todos excepto de las hormigas. Pronto corretearían, ávidas, implacables, por la veta de sangre seca que le coloreaba el hocico desde una de sus hermosas orejas. Pensé en lo inquietante del hecho de que aquel gigante de la creación, tan inalcanzable hasta entonces para esas pequeñas liliputienses vestidas de negro, se volvía de pronto tan accesible y presa fácil con la muerte: un segundo fulminante funde el cielo con la tierra y echa al suelo el imperio de la vida, que se reduce a carroña. Llovía tenuemente y me pareció que el mundo lamentaba así todo lo que quedaba para siempre por hacer: ratones e insectos a los que nadie cazaría; postes y árboles a los que nadie se subiría; noches de luna clara a las que nadie maullaría; gatas rozagantes a las que nadie preñaría y, sobre todo, infinitas imágenes de los caminos de la tierra, de amaneceres incendiados y de crepúsculos de champán rosa, de vidas ajenas desenvolviéndose en el gran espectáculo del mundo, que quedarán para siempre sin ser vistas por unos ojos hechizados por el sortilegio de la curiosidad. Pensé en la vida, que seguía fluyendo por el cauce del río, indiferente por completo a que puedan morir gatos atropellados en la madrugada.

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