17 de junio de 2021

Antonio Valderrama
4 min readJun 17, 2021

Me acuerdo como si fuera ayer mismo del día en que Sergio Ramos debutó con el Madrid. Salió en la segunda parte de un partido contra el Celta, en el Bernabéu, el segundo partido de la Liga 2005–2006. Yo acababa de cumplir 17, empezaba segundo de bachillerato. Como iba fatal en inglés, y en algunas otras cosas, ese verano me apuntaron a clases particulares en la academia de Mr. Lambert, un inglés socarrón al que le hacía gracia mi apellido y como todos los ingleses que vienen a pacer a España, lo relacionan con el golf: oh, Valderrama, tu familia es rica. Sí, hombre, iba a estar yo viniendo aquí si mi familia fuera rica, míster. Además de una hora de inglés, a la semana también tenía otra de lengua. La morfosintaxis siempre me llevó por la calle de la amargura y mi profesor de refuerzo era tocayo mío y también madridista. Con él llevaba comentando las debacles madridistas del postgalacticismo desde tercero de ESO, era el tiempo en el que me compraba el Marca todos los días. Aquel verano de 2005 el Madrid fichó del Sevilla a Baptista y a Ramos, pero la estrella fue Robinho, que había debutado bajo palio y entre incienso contra el Cádiz una semana antes de que Ramos saltase sobre Chamartín en una liana como Tarzán.

Recuerdo perfectamente el partido en que quedó claro que el Madrid tenía que fichar a Sergio Ramos, que a Florentino, con él, no le podía pasar lo mismo que le había pasado con el otro joven fulgente de la otra orilla del Guadalquivir, Joaquín. Fue meses antes. El Madrid de Luxemburgo llegaba con la lengua fuera a la última jornada de Liga y en el Pizjuán se la terminó dejando. Aquel día Ramos le metió a Casillas un pepinazo desde Camas, ya era el símbolo de la extraordinaria camada de jóvenes talentos de la sementera del Sevilla de Caparrós que muy poco después acabó dando aquellos grandes frutos de las Copas del Rey y de la UEFA. Cuando llegó al Madrid, asalvajado, pura incandescencia, ya lo comparaban con Hierro, por el gesto imponente de andaluz antiguo, y también con Maldini, por la melena y, supongo, por jugar de lateral.

Pero Ramos ha sido mejor que Hierro y que Maldini. Ha sido el defensa central que cuando éramos chicos nos contaban que eran los italianos, con la cancha argentina y el cinismo yugoslavo pero, sobre todo, con un talento natural sin comparación en toda la historia del fútbol anterior a él. Lo que pasa es que con Ramos he estado 16 años seguidos, algunas semanas dos días, y ha terminado transformándose en el rostro de la emoción infantil que es el fútbol en el corazón del hombre adulto. ¿Y ahora, qué? No es el mundo el que se muere, sino nuestro mundo. El ciclo natural y necesario de la muerte y la resurrección logra que se renueve lo que es muy viejo, pero nos apea del camino poquito a poco. Ahora ya no nos reconocemos en las fotos.

En esos 16 años yo me saqué el bachillerato de Humanidades, repitiendo un curso, por holgazán. Hice la carrera, viví en dos ciudades distintas, conocí países, continentes y ciudades; aprendí un poco mejor el inglés, hice amigos, perdí más; me enamoré, me desenamoré, escribí dos libros, publiqué uno y hasta podía haberme casado y tenido ya algunos hijos, pues en 16 años da tiempo de hacer muchas cosas. Igual que el fútbol ha terminado reduciéndose al Madrid, el Madrid se ha ido transubstanciando en algunas pocas caras. The happy few, the band of brothers. La maduración de mis emociones, los años difíciles llenos de desengaños, incomprensiones, equívocos, equivocaciones, callejones sin salida y tantas otras insensateces propias de la adolescencia, la juventud, la poca edad, fueron siempre los años en que cabalgaba con ellos hacia la Décima, como el que desembarca en Normandía o se alista en una cruzada. Con ellos lloré, me frustré y pasé noches enteras hasta las tantas discutiendo con desconocidos por Internet. Esa necesidad de encontrar una manada, un lugar al que pertenecer y en donde echar el ancla, yo la destilé aferrándome a aquellos símbolos ancestrales, el blanco perfecto, la pureza de unos espíritus nobles, que en mi corazón negaban la fealdad de las cosas a mi alrededor, la imposibilidad de un futuro sólido. Siempre me pareció exagerado, una locura, aquello que decía mi padre de que con el tiempo la pasión por el fútbol se atempera, se convierte en otra cosa. Cómo podía ser eso, pensaba. Ahora ya lo voy sabiendo. Del Francia-Alemania sólo aguanté los himnos y por La Marsellesa. Me pasa como cuando regreso a Sevilla y veo que ya no está aquel bar en aquella esquina, o que aquella otra juguetería ahora es una boutique de pijos; que han limpiado la secular mierda de una fachada por la que pasaba todos los días, o que aquella obra, por fin, ha sido terminada. Es el eterno misterio del tiempo, una muerte cotidiana que todo lo mantiene igual. Lampedusa logró formularlo como ninguno en una novela inmortal: esa melancolía, la nostalgia en boca de Don Draper. Qué sentido tiene seguir atento al fútbol, es decir, al Madrid, si con los jerarcas ya conquistamos por fin Troya, después de un asedio de 10 años. Y luego, con ellos, regresamos a casa a través de otros diez años inolvidables, cargados de aventuras que alguien debería plasmar algún día en una epopeya, para que la muerte no las destruya del todo.

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