24 de enero de 2021

Antonio Valderrama
2 min readJan 24, 2021

Ayer me levanté con resaca y fui a beber agua. Dejando caer el chorro helado por mi garganta alcancé a comprender la semejanza entre el búcaro y la cúpula de Santa Sofía. La bóveda luminosa que soñó Justiniano mantiene fría el agua que nos hace creer en la vida. Del mismo modo, la luz de Dios que ilumina el espacio etéreo contenido en ese Universo en miniatura que cuelga del techo de Constantinopla nos abre el buche a la vida líquida que se derrama del poculum de arcilla. Son sensaciones, impresiones vívidas que dejan su huella en la película de nuestra vida. Hoy hace 1945 años que nació Adriano, que antes de ser emperador de Roma fue arconte de Atenas. A ti quizá no te diga nada, para él lo fue todo. Nos dejó el Panteón, con su columnata arrastrada por las legiones desde Egipto, un arco junto al cual atenienses arrugados como pasas venden castañas asadas y pasa todo el tráfico de la absurda Grecia moderna, y su amor por Antínoo. Ya es mucho, ya es bastante. El gato del vecino, que mira el mundo con una curiosidad abrillantada por su juventud, contempla las inalcanzables palomas que vuelan cada mañana en el cielo con la misma ansia insatisfecha con la que Adriano miraba, seguro, los bustos que mandó hacer con la cara de su efebo. Porque ya se había muerto. Como este día, en que aprendí que Sissi se hizo dibujar en Viena una pequeña Pompeya lasciva, honrando sin saberlo a los últimos discípulos de Dionisio, esos que habrían de matarla, los anarquistas.

Se fue, y yo te quiero.

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