7 de septiembre de 2020

Antonio Valderrama
3 min readSep 7, 2020

Llevaba sin escribir aquí desde junio de 2020. Menuda idea brillante para un dietario, ciertamente, la de no escribir. Se me acaba de ocurrir que podría inventarme el primer dietario en blanco de la Historia del mundo, a lo arte conceptual: el Duchamp de los dietarios. Pero es que desde junio han pasado muchas cosas. Resulta asombroso descubrir cuántas cosas pueden pasar en tres meses, en tres semanas, en tres días, en tres horas. Y hasta en tres minutos. Un segundo, igual que una habitación, contiene el universo. Eso también lo he descubierto.

En estos tres meses he leído muy poco, sobre todo para lo que solía leer, digamos, de normal. Sin embargo, he tomado una decisión trascendental, particularmente en lo que a este dietario se refiere: si empezó siendo un diario de la escritura, concepción o la cursilada que se me ocurra, de una novela, debe por obligación reflejar el cambio de idea, el cambio de proyecto, el cambio de historia, que a lo largo de este tiempo, de este verano extraordinario, he llevado a cabo. Iba a escribir una cosa y ahora escribiré otra, en una palabra. ¡Qué me gusta darme aires!

No había leído tanta poesía en mi vida como en este verano, ni visto tanto cine. He escrito muchos poemas, algunos estoy tentado de enseñarlos por aquí, aunque son creaciones absolutamente anárquicas, amorfas, sin ritmo ni métrica, al menos sin el ritmo ni la métrica al uso, según la costumbre, el canon, la norma, en fin, todo eso que regula, que legisla, la creación poética. Es una poesía, en todo caso, antipoética: una poesía anarquista en el mejor de los casos, fuera de la ley y fuera del tiempo, fragmentos de memoria y de experiencia puestos encima de la mesa para que se los lleve la brisa que sopla cuando el crepúsculo.

Hago café después de almorzar y el olor ocupa toda la cocina con despotismo oriental. Vienen conmigo los nuevos personajes, que han apartado a los demás, los han metido dentro de una carpeta. Ayer terminé mi primer libro de Schnnitzler y tengo aquí conmigo otra vez ese mundo de cuarteles, cafés, restoranes, damas ligeras y oficiales frívolos, ese olor a Viena en otoño ha despertado a las criaturas que aguardaban en el fondo de mi mente a que la suerte de mi singladura, sencillamente, cambiase con el viento. Y el viento ha cambiado. El olor del café sólo deja que se filtre la luz blanca de septiembre, que se roza promiscuamente con la fragancia tostada que escupe la cafetera como las chimeneas de las antiguas locomotoras. Están aquí todos: los condes polacos, los duques romanos, los diplomáticos del Vaticano, los enlaces de la casa de don Juan, los comunistas austríacos, los industriales católicos arruinados de Baden, los bribones de la intelligentsia berlinesa, los príncipes rusos arruinados de París, los rufianes de la Costa Azul, los jóvenes periodistas monárquicos de la España nacional. Todos quieren un poco de café. Vienen de un ayer terrible y elegante, inmundo y glorioso, a contarme la historia de un grande hombre, de un cuentacuentos nacido en el centro del continente más viejo del mundo. Han decidido quedarse. He comido bañado en ese resplandor con que el mundo respira ahora. En cada partícula elemental brilla el amor.

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